martes, 9 de junio de 2009

El Poder Es Una Bebida Fuerte

En virtud de que localmente no hay ni un tema importante que abordar o analizar, traigo, de nueva cuenta, un columnista invitado nuevamente, José Elias Romero Apis.

José Elias Romero Apis

5 de junio de 2009


Mi padre siempre me advirtió que todo buen político sabe tratar a la victoria y a la derrota como a dos “impostoras de paso”.

Desde siempre se ha comparado al poder con el alcohol, usando la metáfora de que ambas son bebidas fuertes pero ambivalentes. Lo mismo salvan que matan, dependiendo de sus dosis.

Es una figura con la que estoy de acuerdo. Ante todo porque, aunque yo no soy un hombre de poder, la vida me ha permitido el privilegio de estar siempre cerca de los poderosos y el placer de observarlos. Aclaro que, cuando hablo de poder, me estoy refiriendo no sólo al poder verdadero sino, también, a aquellas envolturas que lo contienen y aquellas imitaciones con las que lo confunden, tales como la fama, la riqueza, el encargo o, simplemente, el parentesco.

Reflexioné una vez más sobre esto cuando me enteré de que la escocesa Susan Boyle, cantante aficionada y repentina estrella, sufrió un colapso siquiátrico que la llevó a ser internada para terapia mental. El síntoma fue un cambio radical de comportamiento. Acerca del diagnóstico, de inmediato algunos cercanos entrevistados fijaron su posición.

Unos dicen que se debió a tantas emociones y éxitos experimentados por una persona que, en su modesta existencia, no estaba acostumbrada ni acondicionada para ello. Otros aseguran que la causa fue el extremo berrinche sufrido por la pérdida del primer lugar en el certamen que la popularizó. En el fondo, hay coincidencia técnica: sobredosis de adrenalina. Demasiada droga natural, en muy poco tiempo y con suministro constante.

De inmediato pensé en todos los poderosos, potentados o prepotentes que, a lo largo de cuarenta años, he visto perder el piso por su éxito o enloquecer en el enojo, debido a su fracaso. Por mis recuerdos desfilaron presidentes que ya no lo son o algunos que quisieron serlo. Hasta allí todo podría ser entendible. La Presidencia no es cualquier ladrillo y, por eso, entiendo la locura que produce el ejercerla o el perderla.

Pero donde ya las cosas resultan muy complicadas es cuando la locura proviene de éxitos o fracasos tan relativos en la vida de cualquier mortal como lo pueden ser un ministerio, una gubernatura, un escaño o una curul. Frente a ellas, ganar o perder, así como ser o dejar de ser, son meros accidentes muy poco significativos en la vida de un hombre que se considere más o menos normal.

Quizá, por eso, mi padre siempre me advirtió que todo buen político sabe tratar a la victoria y a la derrota como a dos “impostoras de paso”. Sabe que ni una ni la otra son para siempre. Que simulan constancia pero se alejan muy pronto. La miel del éxito y el acíbar de la derrota deben beberse muy de prisa. Deben tragarse en no más de tres días. Algunas risas o algunos suspiros, según sea el caso, y a despedirse de ellas. En lo político, la victoria y la derrota son mujeres públicas. Son de todos y de nadie.

Más hay otra consideración, volviendo a la concursante escocesa. Susan Boyle había vivido sus 48 años frente a una vida que le regateó la belleza, el amor, el matrimonio, la fortuna y creo que hasta la compasión. Repentinamente, en tan sólo una canción, pasó del menosprecio a la admiración, de las burlas a los aplausos y de la insignificancia a la notoriedad. En nada más tres minutos se bebió toda la gloria que otros han ido dosificando, catando y paladeando a través de muchos años.

Así, también, juegan las dosis y los tiempos en las cuestiones del poder. Un encumbramiento grande y súbito puede ser perjudicial para la salud, especialmente la emocional. Mucha gloria, sin el acondicionamiento o, por lo menos, sin la costumbre para estar cerca de ella, puede embriagar y producir, como el alcohol excesivo, la caída, el coma o la muerte.

Sólo así podemos entender muchos de los disparates de nuestro tiempo. Por eso muchos de los nuevos demócratas, los nuevos gobernantes y los nuevos poderosos se comportan como aquellos “nuevos ricos” que no saben qué hacer con su riqueza. Suelen caer en el ridículo, al no saber para lo que sirven su democracia, su gobierno o su poder.

Así como algunos neorricachones han confundido el cío con el caldo y el sorbete con el postre, algunos neopolíticos confunden, con frecuencia, la democracia con la libertad, la soberanía con la independencia, la justicia con la seguridad, la legalidad con la legitimidad y la popularidad con la gobernabilidad. Son los que, cuando se refieren a algo nunca antes sucedido, dicen que es “inédito” aunque, en realidad, están hablando de algo “insólito”.

Claro que no hay reglas absolutas. He visto a políticos con tres generaciones en el poder que se deschavetan con tan sólo un modesto éxito. De la misma manera he visto políticos que hasta hace unos años militaban en la oposición y carecían de cualquier pizca de poder que, al lograrlo, se han comportado con una seriedad absoluta y la madurez que tendría cualquier priista acostumbrado, por años, al gobierno y al poder.

En fin, el ebrio de alcohol o de poder provoca nuestra risa si se cae, pero causa nuestro desastre si lo dejamos manejar”.

www.aproposito2004.blogspot.com

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